La soledad

Los días se tornaban grises en cada amanecer. Las noches eran largas y colmadas de malestar; todas las reflexiones que paseaban por su cabeza le impedían dormir. Y era cierto que conseguía solución para su desasosiego, pero al minuto siguiente esperaba que todo cambiase y permanecía triste aunque no perdía la esperanza.
Sin embargo, existía una paradoja: ¿es conveniente mantener la esperanza cuando el deseo es inalcanzable?
En un período de tiempo, corto, surgía la confianza de que todo mejoraría. Lo soñado se haría realidad porque tampoco era nada imposible. Y ella lo creía firmemente: si el corazón late ha de tener compasión, si las almas eran candentes ha de existir la unión. No obstante, la seguridad disminuía cuando las manecillas del reloj avanzaban y nada sucedía. Y ella las miraba una y otra vez, un minuto con ilusión y al siguiente con desesperanza. Y así pasaba cada momento: esperando.
Se escondía entre las sombras que protegen de la inquietud; sin dejar de buscar palabras que fueran para ella, sonrisas que la hiciesen despertar, caricias que la devolviesen la seguridad, miradas de comprensión. Empatía, tan solo buscaba eso, ser comprendida. Pero la sombra se hacía más y más grande y nadie acudía a mostrarle la luz. En realidad, quizá a nadie le importase que se la tragara la tierra. Las palabras ya estaban dichas y había demasiados oídos para escucharlas, tantos que hasta ella nunca llegaban. Y la comprensión ya fue gastada, demasiadas conciencias comprometidas que tenían prioridad. Y aun así, esperaba.
Y ella lo sabía, no era la otra mitad. Y acurrucada bajo la sombra de la desesperación lloraba con el amargor que produce la soledad.

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